martes, 10 de abril de 2018
POLITO...MI QUERIDO VIEJO
¡Oh, Dios mío! ¿Qué decir, qué palabras pronunciar, qué verbos o
vocablos escribir, cuando se despide a un hombre que además de ser su padre
biológico, fue un gran maestro, la última raíz que sostenía, con orgullo y
valentía, ese árbol frondoso que tantas veces derramó luz sobre nosotros? ¿Cómo
despedir a alguien que ha estado, está y estará siempre, profundamente
vinculado con los más altos ideales religiosos, de la decencia y de la
honestidad? ¿Cómo despedir a alguien que nunca le tuvo miedo a la muerte, que
aceptó que ella –la muerte– forma parte esencial de la vida? ¿Cómo separar el
dolor y desterrar las imágenes, los recuerdos, sin perder la serenidad y el
aplomo que reflejaba su sola presencia? Difícil cuando no imposible. Por
designios ignotos de la vida, me ha tocado despedir en el Huerto del Señor, a los seres que más he amado en toda mi vida.
(Primero fue a Don Manuel Jesús Meléndez, mi siempre idolatrado y admirado Papa
Chú…). Polito, el viejo Polo, así
llamaba yo a mi amado padre, un hombre que cometió muchos errores, y, como
cristiano, cometió muchos pecados, como los hemos cometidos todos los hijos de
Dios, desde la creación del macrocosmo. Sin embargo, en sus imperfecciones humanas, de continuo buscó enmendar sus faltas o
traspiés, y nos enseñó a sus hijos, que la honradez, la dignidad, la lealtad,
son principios y valores que de ningún modo, debemos apartar de nuestra
formación ciudadana, si aspiramos a construir un mundo mucho mejor, donde
prevalezca la equidad social y el bien común. Pese a su longevidad y larga enfermedad, en
absoluto perdió la lucidez y la sagacidad de su imaginación. Sus hijos nos
habíamos “preparado” para el desenlace natural de su final terrenal. En mi caso particular, pensé que yo lo
aceptaría como él tanta veces me lo había pedido, en las múltiples tertulias,
que ambos mantuvimos, ora en los viajes a San Pedro, ora en los hermosos
poblados de los Andes venezolanos, ora en el Caney de su casa, acostados cada
uno en una hamaca, conversaciones que casi siempre versaban sobre literatura,
poesía o la historia local de Carora; sus análisis del acontecer político diario
eran certeros, resultados,
probablemente, de su madurez, de su honda erudición. Le fallé. No le cumplí al
viejo Polo. Porque me ha costado mucho aceptar su desaparición física. Saber
que no podemos tocarlo, ni oír sus consejos, sus “regaños”, que ya no estará
físicamente con nosotros, me ha dolido mucho, y, a solas, he llorado como un
niño. El día que lo sembramos en el camposanto, esa noche, le hice una promesa:
al día siguiente busqué a mi hermano Hipólito José (Cheo) Álvarez, hablé con él
y a la vez que le pedí perdón, le comenté que no quería cometer el mismo error
que nuestro padre había cometido con su hermano Jesús María Álvarez. Esa mañana
sentí que el viejo Polo, me tomaba de la mano, y se alegraba de ver a sus
malcriados hijos abrazados. Muchos son los que me dicen que heredé su carácter.
Quizás sea así. Lo cierto es que nunca voy a olvidar sus enseñanzas, el buen y
digno ejemplo que nos deja a toda su descendencia. Se nos fue el viejo Polo. Se
me fue Polito. ¿Con quién conversar de los temas existenciales de la poesía, a
quién confiarle mis alegrías y desilusiones? Hace años me dijiste, ¡Oh, padre!,
que la vida era hermana de la muerte, y que la muerte viene junta con el
olvido. Pues bien, Polito, hoy yo vuelvo a repetirle lo que aquel entonces fue mi
respuesta: cuando se quiere de veras, nunca se olvida. Y mi amor por usted es perenne, sempiterno,
como el suyo por su bienamada madre. leopermelcarora@yahoo.es
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