lunes, 15 de octubre de 2007

DON JUAN RÓMULO TIMAURE MELÉNDEZ







Cada vez que voy a San Cristóbal, viene a mi mente El llano en llamas, del escritor mexicano Juan Rulfo, porque la vida bucólica de este pueblo se amolda a los sueños y a la memoria que encierra sin consonancia la noche que nos mata como simples mortales, acercándonos cada vez a los dioses inmortales. Esta vez me tocó ir acompañado de mi hermano Luis Alberto Meléndez, y de mi cándido amigo Edgar de Jesús Herrera, a la última noche de don Juan Rómulo Timaure Meléndez, hijo de la tierra silvestre, que solo pare hombres heroicos, osados, de pelo en pecho, hacendosos y celosos por la faena diaria, como don Ciriaco Almao, don Pedro Montes de Oca, don Erasmo Aponte y tantos otros que ya se han ido sin irse, porque al igual como ocurre en Comala, los que mueren no se van, se quedan como fantasmas, por eso no es extraño encontrarse en el camino desolado, encantado que une al caserío, separado solo por esa inmensa quebrada, que de cuando en cuando arroja ímpetus y ardores en las cabeceras, a don Erasmo Aponte, a mi tía Betilde Meléndez de Aponte, a don Talano Lameda, a su esposa doña América de Lameda, que se forja no en forma divina, mítica, sino humana, porque nunca se fueron, están allí en la evocación, que es el final de la vida. San Cristóbal es un pueblo pródigo, espléndido, munífico, bizarro, porque así son sus habitantes, olimpo ideal, que ni el mismísimo William Faulkner llegó o pudo imaginar siquiera. Esa noche, su última noche entre los vivos, don Juan Rómulo Timaure Meléndez, conversó con cada uno de sus hijos, y luego con su amada y fiel esposa, doña Baudilia Sisiruca de Timaure, mujer sin par, inseparable, que lo acompañó por muchos años y seguirá haciéndolo, porque en su memoria vivirá por siempre. En San Cristóbal cada árbol tiene su propio olor y zumbido, ninguno se parece a otro; pero todos se parecen a don Rómulo Timaure, así a secas, como lo llamaban parientes y peregrinos, como lo llama y seguirá llamándolo su madre, doña Fidelina Meléndez, sobrina de mi abuelo, don Manuel Jesús Meléndez Camacaro, todos resuenan para perpetuar el gran luchador social que se fue el 5 de Mayo de 2007, al preclaro prohombre que nació un 6 de Julio de 1936, para quedarse siempre anclado principalísimamente en el corazón de un pueblo que se desbordó, en lágrimas, puras como el alma de un niño, para despedir –sin irse—a uno de sus más esclarecidos hijos. “Este pueblo ya no será igual”, oí decir en esa lóbrega y calmada noche a una linda y lozana muchacha que nunca había visto y que de seguro era forastera. No quise explicarle que nadie muere en este pueblo. Que en ese cerrito, donde hay tantas cruces, donde reposan los restos del niño Valentín y allá, más arriba, en el cerro donde vive mi tía Chira Meléndez, están los de Abrahán, los dos hermanos de doña Goya Meléndez, mi mamá, que cada vez que sabe que voy a San Cristóbal me dice “acuérdate de pararte en la cuestecita y préndele un velón a Valentín”, sin saber que cuando llegó a casa de don Alcido Meléndez, y me acuesto en esa frondosa hamaca a dormitar el cansancio urbano, la risa e hilaridad de esos niños no me dejan empuñar el sueño. Una que otra vez, he visto a mi tía América limpiando su telúrica morada y a mi tía “Tilde” entrando en la inmensa cocina que dio, da y sigue dando de comer a quienes llegan por vez primera a San Cristóbal. Es común sentarse en la placita y ver a muchos de mis ancestros deambular por doquier. Ellos no saben que soy su pariente. Yo sí. Porque solo basta mirarlos fijamente a sus ojos, verle la tristeza que nos caracteriza a los Meléndez, para saber que provenimos del mismo bosque genealógico. Algunos sí me reconocen y preguntan por mi mamá. Un hombre virtuoso, respetable, tan casto e inmaculado como era don Rómulo Timaure nunca muere. “Mi padre era un hombre sabio…Tenía respuesta para todo”, me dijo su hijo mayor Miguel Timaure. Él sí conoce el sortilegio de San Cristóbal. No quise explicarle a esa ninfa de piel olorosa a cemeruco que nadie muere en mi pueblo. Tal vez, digo, sabiendo que vendrá, cuando venga el próximo mes de Enero a las fiestas de éste empinado pero soberbio caserío, no se sorprenda si encuentra a don Rómulo Timaure procurando que todo salga bien, que nadie se valla sin comer en su casa, que todo el mundo se sienta contento para que nunca deje de venir el año entrante, y que nadie, ni siquiera yo, deje de oír la misa del Padre José Gregorio Quero, hijo de Dios que lo cautivó el enigma de San Cristóbal.

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