sábado, 13 de octubre de 2007

MI HERMANO JORGE FRANKLIN

MI HERMANO JORGE FRANKLIN






La vida, realmente, se compone de momentos; de momentos apesadumbrados, protervos, radiantes, oportunos y compasivos. La vida también es hermosa, virtualmente exaltada. Pero no es justa. Uno tiene el derecho de vivir los instantes humanos que concede el destino; y el sagrado deber de subsistir, restablecerse, a los obstáculos que ofrece el duro camino de la subsistencia. El 25 de febrero de l987 me tocó a mí despedir en el cementerio al hombre más honorable que he conocido, quien sin saber leer---aprendió a hacerlo después de los cuarenta años--- demostró ser un sabio: nunca se apegó a los bienes materiales de la tierra. Vivió siempre al día. Y así levantó a su familia. Ese hombre fue mi abuelo materno, don Manuel Jesús Meléndez, mi nunca olvidado “Papa Chú”. Años más tarde, el 16 de enero de 1990, hice lo propio con mi abuela materna, doña María Teresa Meléndez de Meléndez, mi querida “Mama Teresa”, ¡Qué tanta falta me ha hecho! No hay un desolado día que no piense en ellos; un solo momento, que no los recuerde… Ahora me ha tocado despedir, en el mismo camposanto, el 28 de marzo de 2007, con música y aguardiente, tal como él me lo pidiera, ha tiempo, a mi hermano mayor: Jorge Franklin Pereira Meléndez, quien cumpliría 60 años el próximo 31 de mayo. No voy a recordar los momentos malos. ¿Para qué? Nunca pude comprenderlo. Nunca alcancé a entender que alguien con una capacidad asombrosa para el comercio, pudiera ganar tanto dinero, y al mismo tiempo, tirarlo todo, o lanzarlo todo, en parrandas con amigos; nunca le importó gastar todo el dinero ganado en un mes, en las santificadas cuán agraciadas piernas de una beldad mujer. Tampoco le importó donar o regalar su dinero al amigo enfermo que lo necesitara. Parrandero como ninguno. Bebedor como nadie. Ese era y será siempre mi hermano, de quien me sentiré orgulloso hasta el último soplo de mi vida. Trabajó con mis cuñados, don Cristóbal Parra y don Francisco Olivera, y si se lo hubiera propuesto, de verdad, hubiera muerto siendo un hombre fuertemente rico. Muchas veces me tocó verlo dormido, tirado como un vagabundo, en la plaza Chío Zubillaga Perera. Iba y lo paraba, molesto, y le decía que se fuera para su casa. Con el brillo de sus lúgubres ojos, sonreía y me decía: “no te preocupe…Ya me voy, no se lo digas a mamá…” Otras veces me pedía que le diera algo de dinero para comprarse “una carterita de cocuy”. Confieso que ello me molestaba; pero como sabía que si yo no se lo proporcionaba, cualquier otra persona le daría dinero, cedía a regañadientes a sus peticiones. Tanto mi madre como mis demás hermanos sufríamos por su comportamiento. Sin embargo, los últimos seis años de su vida, me proporcionó sin pretenderlo, una fascinante y meritoria enseñanza: no hay que amontonar bienes materiales para ser feliz. Para complacerse o “gozar la vida” como él solía decirlo; tan solo hay que recolectar amistades, cosechar buenos amigos… Era un cristiano empedernido. Rígido. Profesó un amor hacia Dios que implícitamente he envidiado. La estampita del Dr. José Gregorio Hernández y la imagen sacrosanta de la Virgen de la Chiquinquirá de Aregue, lo protegieron siempre. Cuando tocábamos ese delicado tema de la religión, no le agradaba mucho mis opiniones ortodoxas. Mi madre, con su mirada, indicaba que era tiempo de callarme o de liar los bártulos hacia otro lado. Se reía. Nos reíamos…Y mamá apaciguaba nuestros ánimos con su acostumbrado jugo de limón. Tendríamos unos cinco años, cuando lo trasladaron del Hospital San Antonio a nuestra casa solariega, allá en la Calle San José. Había tenido un accidente de tránsito, donde perdiera la vida un hermano de mi compadre Tita Chávez. Lo veo acostado en la hamaca, diciéndome que le pase un vaso de agua, soportando los regaños de mamá. También está sentado en una destartalada silla, viéndome “chapotear” en la piscina del Parque Municipal “Ricardo Álvarez” , donde me llevaba para que Heriberto Torrealba, “el meco”, me enseñara a nadar. Bañándose en la “Casa e’ Piedra”, a esos de las nueve de la noche, contándome o preguntándome cosas, evasivamente, para que yo lo acompañé, pues la casa está sola, mamá y Daybo, Luis y los demás muchachos andan visitando a “Mama Teresa”. Buscando el queso en el local de don Juan Pereira, donde yo hacía de caletero, para ganarme unos treinta bolívares, que me servían para ir al cine con mis amigos y comprarme unas dos arepitas que vendían frente al Cine Bolívar. Jugando al escondite, con Luis, con Raquelita y conmigo, en la “Casa e’ Piedra” de Daybo, donde yo bailaba al estilo de Jhon Travolta y él se reía de mis disparates. Escuchando las canciones del brasileño Nelson Ned, “El Gigante de la Canción”, cuando nos quedábamos, él y yo, solamente, cuidándole la casa a Daybo, y ambos, buscábamos dos colchonetas para dormir en el piso debajo del Caney, diciéndome… “Ponlo de nuevo”. Ese es el Jorge Pereira, que voy a perpetuar en mi corazón. Para muchos fue un bohemio. Un canapial. En su sepelio lo acompañaron desde el más humilde beodo de la placita Chío Zubillaga hasta el más encumbrado personaje de la alta alcurnia caroreña. No dejó enemigo alguno. Ha podido morir siendo un hombre adinerado. Empero, ostentaba algo inusitado: era un hombre honrado. Posiblemente sea el más honrado de los hijos de doña Goya, mi bienamada madre. Así era mi hermano Jorge Franklin. Ese es el hermano que lloro y busco todas las mañanas al llegar a la esquina de mi oficina, sin encontrarlo, sin encontrar respuestas… (AEV-Torres).

No hay comentarios: